Miras a lo lejos, y
lo ves sentado. Será uno más, sucio y con barbas de tres trimestres. Llevará
una chaqueta de cuadritos pequeña y debajo una camiseta probablemente de manga
corta de un color indescriptible. Apuesto a que los pantalones mostrarán el lado
más indigente de su persona, con innumerables manchas de todo. Los calcetines
hace tiempo que los dejó de usar, pues la piel mejor llevarla aireada que no
tapada. Pero me voy acercando y voy
encontrando algo inusual pero a la vez
cotidiano, sí, parece un señor como tú que has pasado y lo miraste de
reojo con la misma sorpresa a la que yo me iba a enfrentar. Un señor como si empotrado por una recién caída se
tratara, y que no pudiese levantarse. Un casi apuesto señor afeitado, de
mediana edad, con edulcorantes zapatos de cordón fino, vaqueros impolutos como
si la humedad del vapor de la plancha aún pudiésemos apreciarla, camisa de
manga corta a cuadros finos, elegante y jovial, algo apretada por el lustro del
principal, pero casi, diría yo,
impecable.
Eso sí, su carnet
de identidad emotivo, de expresión, en definitiva, la descripción de su cara,
definía la realidad actual, presente, pasada y probablemente futura, enfrentada
al ilusionismo de un viandante que quiso
correr más que aquel señor. Su cara lo describía casi a la perfección como un
hombre de dolor inesperado pero intenso, de frustración cavada en su sino y
aumentada con una vergüenza del qué dirán. La desgarradora mirada clavada en el
perfil de terrazo frío donde aposentaba
su impecable armazón, era dura, durísima. Ese momento se paró en el tiempo,
algo inesperado, un querer y no puedo, mis pasos harán que me aleje poco a
poco, no quiero perderme en la distancia, quiero sentarme con él, levantarle
esa cara, que me charle de los tantos por qués
que tendrá en su testa, el culpable de
ese cartel. Querría que en lugar de suelo fuese banco, con patas, para hablar y
reírnos como si de dos amigos del alma se tratase, pero no puedo parar. No soy
capaz de hacerlo, me alejo. Mi mayor vergüenza hace que tampoco me de la vuelta
para, al menos, echarle unas monedillas. Ese cartel, ese trozo de cartón como
otro cualquiera, llevaba una leyenda escrita. Llevaba una vida desgarrada y
rota, una familia en el ocaso y a la vez al filo del precipicio. Y no era un vagabundo
más, era un como tú o como yo. Una persona que podría pasar desapercibida, pero
ahí no, en esa losa no.
Seguí y mi momento de vida se grabó para siempre.
La gente pasaba descuidada al lado suya, algunas y algunos sin tan siquiera
mirarlo, otros como si de una papelera se tratase mostraban indiferencia. Yo,
había sido muchos de éstos, pero desde aquel momento no. Ahora paso delante de
un señor o señora, y lo/la miro, leo si tengo que leer, y si puedo en ese
momento echar, echo. Ese cartel cambió mi normal paseo por Ronda de los Tejares. Ese cartel
no pedía dinero, decía “NO PIDO
DINERO, SÓLO UN TRABAJO CON QUE ALIMENTAR A MI FAMILIA”.
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