Estaba oscuro, o claro, según
supiera. Sin embargo, apenas podía moverme. Bueno, lo hice, pero al final
recuerdo que me costaba mucho. No entendía aquellos movimientos, aquellos
ruidos extraños, yo no veía nada. Pero hubo un instante, un momento, un suspiro
de honda duración, en el cual sentía como si un colchón de nubes de algodón me
envolviesen hasta dejarme en el más profundo de mis sueños. Sí, soñaba mucho.
Me gustaba soñar con otro lugar, otros ruidos, otro paisaje, y no sabía por
qué, pero lo soñaba. Dicen que todos los sueños
se cumplen si luchas por ellos, entonces no me quedaba otra, tenía que
luchar por conseguir aquellos sueños. Sueños sin nombre ni apellidos, sin luces
ni sombras, sin alma y con alma. Unos sueños sin poder verlos, pero que convivían
conmigo, y no sabía por qué.
Llegaba
un momento en el cual pasaba de la tranquilidad más absoluta, a la taquicardia
más generada. La primera vez recuerdo como si de una pesadilla se tratase, pero
poco a poco comprobé que era cotidiano. Muchas veces no me agradaba, pero
entendí que después de esa taquicardia monumental venía un sentimiento, un
estado de placer incomparable con cualquiera de los antes vividos. Por tanto,
ese momento de desagrado, al final me gustaba pues sabría la recompensa, que no
era otra que esa cúspide de placer en todo mi ser.
También oía ruidos. Unos ruidos extraños. A
veces, los escuchaba y duraban segundos o minutos, o quizás horas. Otros
[ruidos] eran continuamente. Esta continuidad se volvió familiar para mí. Era
un sonido como si lo recordase cuando era aún pequeño. No lo sabía, pero
igualmente me creaba un estado de bienestar que
más que placer me proporcionaba seguridad. Esta seguridad se convirtió
en obsesión. Quería escucharla, que no oírla. Y a veces la oía y no escuchaba.
Pero
no todo eran ruidos. El buen comer era
mi momento. El más apreciado, el más deseado. Mis comidas no eran abundantes, pero sí
copiosas y variadas. Algunas me gustaban mucho, otras me gustaban menos, pero
me gustaban. Mi comida estrella era ese líquido oscuro, espeso y esponjoso
llamado chocolate. Qué vitalidad me
daba. Creo que en el futuro comería
chocolate para desayunar, chocolate para almorzar y chocolate para
cenar. No me importaría. A todas horas. Pero algo me dice que esto también es un
sueño.
Todas
estas experiencias tenían un denominador común, un ente pesado, un individuo
casi inaguantable que cada vez que hablaba conmigo era para cansarme. Sin embargo,
sentía como con los sueños: ni lo veía, ni lo intuía, ni lo imaginaba, pero al
final me encantaba su presencia, o
quizás me obligó a que me encantara. No entendía el por qué me cantaba
de esa manera tan nefasta y desentonada. ¿Y los golpecitos? ¿y las maneras de
despertarme cuando el sueño aquel tan profundo y rico colmaba mi descanso? ¿y
la manía de querer moverme sin yo quererlo?, una auténtica falta de respeto
digna de denunciar. Pero al final, me gustaba. Tanto me gustaba que sabía que
aquel individuo, aquel ente, aquel denominador común sería esa luz entre tanta
oscuridad, ese sueño cumplido, esa taquicardia tranquila, ese ruido placentero
y esa ración del extraordinario chocolate. Ese denominador común, al final
tenía nombre, apellidos, cara,
sentimientos y vida; y además de todo
esto un apodo maravilloso: MAMÁ.
Dedicado a todas las mujeres que se sientan mamá, lo hayan sido o no, lo sean o serán.
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