viernes, 13 de septiembre de 2013

ME GUSTABA Y NO SÉ POR QUÉ.


            Estaba oscuro, o claro, según supiera. Sin embargo, apenas podía moverme. Bueno, lo hice, pero al final recuerdo que me costaba mucho. No entendía aquellos movimientos, aquellos ruidos extraños, yo no veía nada. Pero hubo un instante, un momento, un suspiro de honda duración, en el cual sentía como si un colchón de nubes de algodón me envolviesen hasta dejarme en el más profundo de mis sueños. Sí, soñaba mucho. Me gustaba soñar con otro lugar, otros ruidos, otro paisaje, y no sabía por qué, pero lo soñaba. Dicen que todos los sueños  se cumplen si luchas por ellos, entonces no me quedaba otra, tenía que luchar por conseguir aquellos sueños. Sueños sin nombre ni apellidos, sin luces ni sombras, sin alma y con alma. Unos sueños sin poder verlos, pero que convivían conmigo, y no  sabía por qué. 

          Llegaba un momento en el cual pasaba de la tranquilidad más absoluta, a la taquicardia más generada. La primera vez recuerdo como si de una pesadilla se tratase, pero poco a poco comprobé que era cotidiano. Muchas veces no me agradaba, pero entendí que después de esa taquicardia monumental venía un sentimiento, un estado de placer incomparable con cualquiera de los antes vividos. Por tanto, ese momento de desagrado, al final me gustaba pues sabría la recompensa, que no era otra que esa cúspide de placer en todo mi ser.

 También oía ruidos. Unos ruidos extraños. A veces, los escuchaba y duraban segundos o minutos, o quizás horas. Otros [ruidos] eran continuamente. Esta continuidad se volvió familiar para mí. Era un sonido como si lo recordase cuando era aún pequeño. No lo sabía, pero igualmente me creaba un estado de bienestar que  más que placer me proporcionaba seguridad. Esta seguridad se convirtió en obsesión. Quería escucharla, que no oírla. Y a veces la oía y no escuchaba.

             Pero no todo eran ruidos. El buen comer era  mi momento. El más apreciado, el más deseado.  Mis comidas no eran abundantes, pero sí copiosas y variadas. Algunas me gustaban mucho, otras me gustaban menos, pero me gustaban. Mi comida estrella era ese líquido oscuro, espeso y esponjoso llamado chocolate.  Qué vitalidad me daba. Creo que en el futuro comería  chocolate para desayunar, chocolate para almorzar y chocolate para cenar.  No me importaría. A todas horas.  Pero algo me dice que esto también es un sueño.

         Todas estas experiencias tenían un denominador común, un ente pesado, un individuo casi inaguantable que cada vez que hablaba conmigo era para cansarme. Sin embargo, sentía como con los sueños: ni lo veía, ni lo intuía, ni lo imaginaba, pero al final me encantaba su presencia, o  quizás me obligó a que me encantara. No entendía el por qué me cantaba de esa manera tan nefasta y desentonada. ¿Y los golpecitos? ¿y las maneras de despertarme cuando el sueño aquel tan profundo y rico colmaba mi descanso? ¿y la manía de querer moverme sin yo quererlo?, una auténtica falta de respeto digna de denunciar. Pero al final, me gustaba. Tanto me gustaba que sabía que aquel individuo, aquel ente, aquel denominador común sería esa luz entre tanta oscuridad, ese sueño cumplido, esa taquicardia tranquila, ese ruido placentero y esa ración del extraordinario chocolate. Ese denominador común, al final tenía nombre,  apellidos, cara, sentimientos y vida;  y además de todo esto un apodo maravilloso:  MAMÁ.
 

Dedicado a todas las mujeres que se sientan mamá, lo hayan sido o no, lo sean o serán.

No hay comentarios: